Tan bella
pensaba que era, que no se atrevía a abrir el capullo, con el objeto conservar
el máximo tiempo posible su flor guarecida hasta que llegase su momento estrella.
Ese tiempo posible iba cada vez más
pareciéndose a un tiempo infinito, dato que le resaltaban sus compañeras de
terreno como de absoluta tontería, porque como le evocaban constantemente, el
tiempo de las flores corre mucho más rápido que…el de los humanos, por ejemplo.
Cuando Ahmed llegó a la
playa, después de jugársela con un mar sin sentimientos, corrió con todas sus
fuerzas y, al cabo de unos cientos de metros, se tumbó en el primer trozo de
tierra verdoso que más se parecía al jardín que había dejado muy atrás, en su
casa. Respiró profundamente y comenzó a llorar, ya que el descanso le recordó
que tenía nueve años, algo que le habría matado durante la travesía si no se
hubiese comportado como un adulto. Una de las lágrimas cayó sobre nuestra flor de
exacerbada autoestima, y, como si de un mágico aldabón se tratara, de golpe se
abrió y le mostró todos los pétalos tan magníficamente cuidados. Su alegría fue
enorme ya que, esa imagen tan bella calmó su llanto y le infundió la esperanza de proseguir
adelante. A él y… a ella, claro.
Pequeños detalles que son como pepitas de oro, que ayudan a seguir buscando ese filón que tanto se resiste.
ResponderEliminarUn abrazo, Pedro